Suspiró ella una vez, vez en que no podía conciliar el sueño. Suspiró, y volvió a hacerlo. Y volvió a hacerlo muchas veces más, hasta que le preguntó qué sucedía. Señaló entonces hacia la ventana, abierta. Las cortinas, desplegadas hacia la izquierda.
¿Qué son, realmente?
Entonces contempló el encanto de que sólo es dueño el silencio cuando se ve condenado, hasta que la voz verduga le segó con su murmullo. Un sólo golpe seco le bastó. Uno sólo, igual de intangible.
Perlas, dijo.
El cielo es un mar de aguas congeladas, agitadas por los vientos y suspendidas por el dormir del tiempo. Cada vida que se apaga libera un alma, un soplo de vida cálido que asciende y se cristaliza en su lecho perenne.
De vez en cuando el tiempo gira sobre sí, tratando de esquivar un mal sueño, y un par de gotas ayudadas por los Soles escapan de su prisión de hielo. Algunas van a morir en las fauces de la tierra; otras encuentran refugio en el mar, o en sus ríos. Y de vez en cuando, cuando el tiempo se agita y los vientos corren fuerte, las perlas se desprenden y corren la misma suerte. Algunas se deshacen en la tierra; las más afortunadas, que van a parar al mar, buscan inmediato resguardo entre los fuertes labios de un ostión bondadoso. Y cuando el molusco se muestra al mundo de la superficie, sabio y bienaventurado el hombre que le encuentre, pues esta es la reconciliación del alma con el cuerpo.
Algunos hombres venden sus perlas, y van a morir a la tierra, en la superficie. Otros las conservan, y el ciclo se repite. Y otros, los más afortunados, siempre encuentran con quien compartir su riqueza.
Estas son las historias que ella atesora, a pesar de que el mundo gire al revés: la clase de historia que le gusta recordar cuando ya no hay nada en qué creer, y por la que vale la pena seguir andando contra la corriente. Seguirá, hasta hallar el punto donde los mundos convergen.
Mandred ve esto con buenos ojos, y sonríe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario