jueves

I. Clair de Lune

Me revolví un poco al recobrar la conciencia, quizás demasiado: de inmediato me asaltó un terrible dolor en el costado. Lurtzber había enterrado la daga con precisión, sin embargo no sentía ya la sangre escurrir de mis entrañas sino más bien un escosor tremendo que provenía desde afuera. De un sobresalto intenté incorporarme, sólo para darme cuenta de que no yacía, como había creido, tendido en el umbral del cementerio en donde había sucedido el ataque.
¡Esposas!
No podría roer cadenas sin destrozarme los dientes pero no veía otra solución al alcance, y estar atado a las cabeceras de una cama en aquella habitación oscura entre sedas y terciopelos y vigilado por cuadros (¡cientos y cientos de cuadros!) no parecía precisamente una invitación indecorosa, sino un perfecto lecho de muerte. Con esta idea fija en la cabeza comencé a retozar y rugir pero mis brazos, tensos, no me permitían incarle diente al maldito hierro que apresaba y hería mis muñecas.
Creo que jamás en mi vida llamé tanto a la luna como entonces.
Pero finalmente no fue ella quien respondió a mis cantos.
Escuché un ruido proveniente de una de las esquinas del inmenso cuarto. Paralizado, mis ojos acostumbrados a la oscuridad distinguieron la silueta de un piano de cola junto a la chimenea justo cuando comenzaba a sonar el Primer Movimiento de Clair de Lune. Tardé en reaccionar, mi desesperación aumentaba cada vez más con cada nota que se desprendía, y volví a forcejear desesperado con las cadenas, pero lo único que conseguí fue destrozarme las manos y deshacerme la garganta a gritos.
Mi fuerza no era aún suficiente, y un par de rayos de mediodía asomaban todavía por entre las pesadas cortinas rojas. Si tenía que esperar a que el sol se ocultara no saldría vivo del desastre en el que me había metido. Ignoraba completamente quién era mi compañía, y no era mi mayor preocupación; no importaba si se trataba de Lurtzber, su hermana, Traekan, Iatzta o quién fuera, saber de su hostilidad ya era suficiente. Después de todo todos son lo mismo, con todos estoy en guerra. Ninguno se daría el lujo de pedirme por favor que levantara la cabeza y entregara el cuello antes de atravesarme el gaznate con una cruz de hierro de una vez y para siempre, prefieren las torturas, el derramamiento de sangre, el lento y doloroso desmembramiento de un cuerpo mientras aún se resigna a ser cadaver.
Entre mis aullidos y pataleos, habló el pianista sin interrumpir la Serenata.
Beruhigen Sie sich.

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