Ojos de papel

Ayer mirabas por la ventana. Aunque no había nada para ver ahí fuera, mirar hacia adentro era en verdad de lo más deprimente. Por eso preferiste mirar para afuera. De paso hacías de cuenta que todo estaba bien, que lo demás ya no importaba, o mejor, que ya no existía. Ningún sitio se sumía en una oscuridad tan profunda como la que opacaba tu sonrisa esa tarde, por eso era reconfortante mirar para afuera.

Y yo te ví, ahí, sentada, con la mirada (esa mirada...) perdida entre las gotas de lluvia que golpeaban incansables el vidrio que nos separaba como si quisieran despertarte, sacarte de ese ínfimo mundo cerrado de líneas y trazos de carbón, y que volvieras, y que me vieras, y que salieras corriendo a abrazarme. Y tal vez darte un beso. Uno de esos que guardo sólo para vos, porque sos única, y sos mía, y te quiero.

Hoy también mirás por la ventana. Y mañana seguramente vas a despertar para descubrir que no te moviste de ese lugar. No sé si me ves, pero ahí estoy. Ahí estoy siempre, esperando a que el muro de papel se derrumbe ante el soplo de un viento benevolente que se apiade de nuestras almas. Hasta que llegue el día, hasta que la ráfaga nos sorprenda y nos de un suspiro (una gota de aire sería suficiente), hasta entonces. Mientras tanto seguirán corriendo uno tras otro funerales de segundos que mueren queriendo arrastrar con ellos las pocas esperanzas. Mueren segundos como rosas sin caricias del Sol, de la misma forma que muere este párrafo al ser apuñalado por este punto inclemente.