lunes

IV

 En el cual, tras el segundo jaque, Mandred inspira su relato 
en tradiciones más antiguas que la Tierra misma.

[...]Cuando no había nada, siquiera un poco de pan duro o galleta, Lechuza solía ingeniárselas para mantener un fuego vivo durante toda la tarde, al cual alimentaba con maderos y hojas, y musgo seco que arrancaba de cuajo de las ramas más bajas; hervía agua en una bacía, y cuando los rescoldos brillaban [...] tomaba uno entre el filo de las cuchillas y lo revolcaba, muy de buena fe, en el saquito en que se conservaba su eterna provisión de azúcar. Ni bien el humo blanco comenzaba a escapar a borbotones a través de la boca del cuero, el empalagoso aroma del azúcar quemada llenaba el aire fresco del anochecer pero era espeso, y uno debía tener cuidado de no aproximarse demasiado a riesgo de asfixiarse, como sucedió a Edwin la primera vez–, y como la brasa estuviere bien cubierta, echabala dentro de la bacía. Té de brasas, le decía, y sabía a hojas de té y ceniza, pero sobre todo ceniza.

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